Helio Gallardo.
“Pensar América Latina” es algo que usualmente no hacemos. La damos por descontada América Latina, así, como es o como viene. Con sus talentos multiculturales, eso sí discriminados por una jerarquización rígida (e hipócrita) que proviene de la Conquista y Colonia, y sus desagregaciones sociales que nos hacen producir empobrecidos económico-culturales a quienes referimos o a políticas públicas que, en el mejor de los casos, sacan de la miseria y abyección a unos cuantos, o a organismos no-gubernamentales que formulan proyectos, realizan auditorías o promueven expectativas entre sus clientelas en el mismo movimiento en que sus funcionarios aseguran un modus vivendi y, ocasionalmente, un prestigio de ‘expertos’. Por supuesto, también está la limosna individual con la que muchos querrán ganar, pese a que la conceden con acrimonia moral, créditos para el cielo. De pobres y miserables también se encarga la policía y, más terriblemente, los escuadrones de “limpieza social”. Entre las capas medias urbanas ver a un pobre activa la orden de “cambiar de acera”. Autoridades y estas mismas capas medias no suelen escuchar si este mismo pobre, en especial si es mujer e inmigrante, llama por teléfono celular.
Más difícil es que relacionemos esta América Latina, como la vemos o como viene, con sus posicionamientos en la división internacional, hoy mundial, del trabajo. Digamos, con la articulación de sus diversas regiones y poblaciones a la acumulación global de capital. Solemos conformarnos con ‘saber’ que somos parte de la periferia de este capitalismo, países (o economías) subdesarrolladas, incluso parte del Tercer Mundo. Un área con riquezas y bellezas naturales que, lástima, están pobladas por latinoamericanos escasamente competitivos, dudosamente eficientes, irregularmente eficaces: mala razas-pobre cultura empresarial. También venales, líricos, patriarcales, señoriales y, sin paradoja, obsecuentes y lambiscones. Pueblos que nunca hemos conseguido asumir el espíritu de la modernidad. Quizás porque el lambisconamiento y la sujeción formen parte efectiva de esa espiritualidad.
La línea anterior contiene un giro expresivo que demanda, debido a la organización de este discurso, una reflexión: “Pueblos que nunca hemos conseguido asumir”. ¿Existe este “hemos”? Si se lo prefiere: ¿Hemos, desde 1942, producido un emprendimiento colectivo, entre todos, para todos? Con diferencias, por supuesto, pero, aún así, ¿para todos? El concepto en juego es incluyente. Un emprendimiento colectivo incluyente. Ya mencionamos las desagregaciones, las jerarquizaciones rígidas e hipócritas (porque nuestras legislaciones dicen que no existen), la crueldad, el odio. Entre nosotros, ¿nosotros?, hasta el cristianismo bajo su versión católica se utiliza para discriminar (a laicas y laicos y no católicos) e incluso para odiar sin remordimiento ni castigo. Cabe recordar que administradores de la Seguridad Nacional (terror de Estado) como Augusto Pinochet (Chile) o Jorge Rafael Videla (Argentina), o personalidades dictatoriales renombradas como las de la familia Somoza en Nicaragua, fueron piadosísimos fieles de la Iglesia Católica (al igual que terratenientes, banqueros, grandes comerciantes, y más humildes guías de desplazados que los hacinan y abandonan en furgones, desiertos y ríos, soldados que asesinan a los humildes y cuyo estandarte a la cabeza luce el Sagrado Corazón de Jesús o alguna Virgen María en versión lugareña). Por supuesto, “incluyente” puede predicarse de muy diversas maneras. En el ‘orden’ construido por los latinoamericanos (o sea por sus sistemas de dominación) hasta el “desechable”, figura inventada por el paramilitarismo colombiano para identificar y cazar a quien debe ser asesinado para que existan la verdad, la belleza y la justicia, puede considerarse incluido: cómo imaginar paramilitarme la existencia sin un alguien que nos repugne de tal manera que resulta un imperativo moral liquidarlo. Los paramilitares colombianos constituyen una personificación en el límite del imaginario criminal que caracteriza la espiritualidad de los sectores dominantes en América Latina.
Obviamente, el imaginario-pensamiento anterior, el paramilitar o el clerical, no puede provenir de quien es liquidado. Pertenece a quien posee la capacidad para liquidar y, sobre todo, para quien juzga que su capacidad liquidadora quede impune. Y, todavía más, le conceda prestigio.
Solo por esto, tal vez, habría que pensar América Latina. La referencia es: existe una América Latina de los liquidadores y otra de los liquidados o que son puestos por los liquidadores en situación o condición de ser liquidados. Para que un guía falso abandone a emigrantes pobres y no deseados en el desierto o una mujer humilde y sola llegue a solicitar un empleo en la industria de maquila de Ciudad Juárez es necesario que, antes de su vejación y ejecución anunciadas, hayan sido puestos en situación familiar, laboral y existencial de vulnerabilidad extrema, que sus necesidades se hayan transformado en pesadilla, sus horizontes de esperanza en cursos de inglés (podría ser rumano) cuya factura en moneda dura resulta humanamente imposible de cancelar. En América Latina ser miserable consiste en una de las formas sociales de la impotencia radical y también en la ostentosa manera de tornarse vulnerable: entre nosotros los empobrecidos ocupan lugares sociales que convocan la violencia.
Parece suficiente razón para pensar América Latina el que entre nosotros (que no lo somos) existan naturalizadamente liquidadores y liquidados y la producción de situaciones que demanden la concurrencia de liquidadores y liquidados. No es excusa si esto ocurre también en otros lugares. A nosotros nos correspondió existir aquí. Y debiera resultar obvio que si en América Latina existen liquidadores y liquidados, entonces los liquidados no pueden, o al menos no deberían, sentir/pensar igual que los liquidadores. Con un ejemplo, los ´liquidados’, es decir los puestos día a día en condición de ser liquidados, no pueden imaginar/pensar abstracta o universalmente al hombre o ser humano que para otros, los prestigiosos, significa el que acosa, excluye y liquida y, para los liquidados, el que simula, se esconde, huye, repta, se desagrega, llora y es cazado.
Es normal que para los liquidadores esta realidad parezca natural, propia, y buena. Y no debería ser valorado excepcional, ingrato u odioso que los liquidados estén en desacuerdo. Tienen no la razón, invento de los liquidadores, sino sentimientos y muchas razones (argumentos y testimonio de existencia) para disentir.
En América Latina entonces se hace necesario pensar porque existen liquidados y liquidadores. Si los primeros no resienten las tramas sociales que los involucran y piensan, mueren. O no alcanzan su estatura virtual sociohistórica de sujetos, que es otra forma de ser asesinado. Una muerte doble. Quienes son puestos en condición de ser liquidados (en muchas regiones la mayoría) tienen la obligación de pensar. Escucho que alguien objeta: no, tienen la obligación de correr, de resistir, de luchar, de cambiar el mundo para que llegue a ser su mundo. Sí, pero para que la carrera no sea fuga que termina en la liquidación impune o en autodestrucción, se hace necesario correr y pensar, o pensar y correr. Y si esto es así para la oposición cercana al límite más bajo (correr, huir), entonces constituye una necesidad para resistir, luchar y cambiar el mundo. No se puede, estrictamente, tomar a mal que los liquidables piensen. En América Latina las minorías con dinero y prestigio (y poderes concomitantes) se lo toman muy a mal. Lo valoran insolencia y transgresión. “Comunismo”, “guerrilla” o “terrorismo” en lenguaje regional. Estos términos no designan nada específico: solo la insubordinación de quienes deben aceptar, y agradecidos, ser producidos como liquidables cuando los liquidadores lo estimen necesario e higiénico. O divertido.
Para los puestos en situación de liquidación, pensar se hace con el cuerpo y el espíritu. Incluye sentir, analizar, discernir e imaginar. Pensar, acción humana, es inevitablemente social. Y, para los puestos en condición de liquidación, lo social pasa por tramas de organización. Un liquidable sin organización ya está liquidado, aunque todavía respire, sus poros suden y sus ojos miren. En el pensar, ‘sentir’ hace referencia a la subjetividad: tener impresiones, emociones, sentimientos. Para quienes están destinados a ser acosados y liquidados es muy importante tener emociones y sentimientos vigorosos. Uno de ellos, aprecio por sí mismo. En lenguaje emocional, autoestima: aprender quererse desde si mismo, cuidado de sí, integración, para ofrecerse a otros. Es uno de los criterios de la organización. La organización consiste en un espacio o ámbito donde el liquidable puede sentir y testimoniar (irradiar) autoestima efectiva, material.
Cuando se es liquidable, pensar no puede quedarse en sentir. Emociones y sentimientos, aquí irritación, enojo y furia son positivos, y los sentimientos, en especial aquellos que alimentan la perseverancia (para los liquidados la memoria es un sentimiento, un tipo de afecto) deben prolongarse, vía la comunicación entre liquidables supuesta en los espacios de encuentro, mesas de trabajo y organización, en capacidad liquidable de analizar: descomponer, relacionar, explicar, prever. Sentir para discernir. Discernir (darse mapas mentales, conceptuales) para actuar. No se trata de tener la verdad, cuestión algo ociosa en un mundo en que el Espíritu Santo se opone a la reforma agraria campesina y hace acompañar su opción con policía, jueces, ejércitos, prensa, iglesias y ‘sentido común’. Que así es como sopla el espíritu por aquí, según los liquidadores. Entonces, mapas mentales que permitan a los liquidables llegar adonde se pretendía ir. Ojalá con economía de medios y de vidas. Para que no se entienda mal: la conversación fructífera solo es posible si se piensa desde la autoestima social. Esto para quienes desean hacer una crítica social, o sea darle un fundamento popular, al trabajo parlamentario.
Sentir para discernir. Discernir para actuar. Y actuar para incidir. Incidir para liberar, que así se traduce como acabar con las estructuras que producen liquidados y liquidadores. Hoy es un sueño. Se mata a mujeres, jóvenes, niños, ancianos, indígenas, campesinos, trabajadores, empleadas domésticas, deudores, estudiantes, creyentes religiosos, emigrantes, desplazados, afroamericanos, reivindicadores de derechos humanos, cooperativistas. Y se los suprime o mata o sujeciona de muchas maneras. La muerte de los liquidables no es una metáfora. Para quienes deben ser liquidados y resisten, ya sabemos, organizados, el sueño es la imaginación que construye horizontes de esperanza. Utopía la consideran. Sentir, analizar, discernir. Hacer crecer desde la autoestima una, o mucha, esperanza. Aprender a reconocer en uno mismo y en otros las capacidades, las carencias, las fuerzas, las debilidades para incidir sobre amigos y enemigos. Soñar con ser dioses, o sea testimoniar, incluso en la derrota, la espiritualidad moderna desplazada y usurpada violentamente por la dominación imperial y oligárquica en América Latina (quienes las personifican son los liquidadores S.A., estructuras especializadas de la propiedad/apropiación que excluye y degrada). Comprometerse sin romanticismo con la utopía de ser dioses no mata la trascendencia. Por el contrario, la nutre con autoestima y con furiosos, plurales, perseverantes y analíticos destacamentos populares. Dios, el de los liquidables que se resisten a ser liquidados, ofrece vida eterna a quienes testimoniaron con voluntad irreversible la aspiración al principio universal de agencia y la necesidad de constituir, lucha a lucha, combate a combate, la especie humana imaginada en su encuentro erótico con todas las cosas abiertas o en proceso de abrirse al impulso co-creativo. Si los liquidables no tuviesen sentimiento y sentido de trascendencia (utopía) no lucharían hasta el final. Irguiéndose después y desde cada una de sus muertes. Los liquidables resultan invencibles porque llegarán hasta el final del odio y la codicia. En esto consiste su vida eterna. La mirada de los liquidables atisba desde la lucha, con ella, ese final. La utopía es una región de la perseverancia. Para los liquidables, la perseverancia construye la esperanza. La perseverancia, una forma de acumular y de memoria, demanda pensar.
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